Un visionario de narices. James Heeley no solo tiene olfato para las fragancias, sino también ojo. Este hombre es el último héroe de la perfumería independiente, un radical libre que resiste ante los millonarios cantos de sirena de los gigantes cosméticos.
Hay que echarle mucha imaginación al olfato para asegurar que la porcelana francesa huele a vainilla. A vela perfumada de vainilla, en concreto, de aroma ligeramente empolvado. O que un traje de franela gris, a medida, impecable, deja una estela de Chipre, clásico concentrado verde (bergamota italiana, romero, pachuli) y amaderado (sándalo, musgo de roble). Y ya no digamos referir que El retrato de Dorian Gray desprende una intoxicante fragancia a absoluto de iris y violeta, lo que serían las flores del mal.
Pues James Heeley tiene narices para eso y más. Un caso de sinestesia digno de estudio el suyo, que no solo ve los olores, sino que además los cosifica. El cuero macerado en mimosa y madreselva es Faye Dunaway en Chinatown, sentencia. La gardenia, la hoja de palma y el coco, con un pellizco de sal marina, se encarnan en Robinson Crusoe, perdido en alguna playa caribeña, pero despreocupado, informa. La verbena, el cardamomo, la bergamota y la grosella negra bien valen un imperio, el de Napoleón III, proclama.
“James Heeley estudió Filosofía en el King’s College de Londres. Hace casi dos décadas se mudó de Inglaterra a París para probar suerte en el negocio de las fragancias y hoy es una de las mayores fuerzas de la perfumería independiente en Europa”
Por si no se lo habían olido, no, Heeley no es un perfumista como los demás. “Nunca hago estudios o investigaciones. Tengo ideas; si funcionan, estupendo, y si no, también”, concede este inglés de Yorkshire, mientras despacha una ostra (francesa). El aspecto jovial no ayuda a determinar su edad (no suelta prenda al respecto, aunque se le suponen los 50). Hace casi dos décadas se mudó de Londres a París dispuesto a emprender carrera en el negocio de las fragancias y hoy lleva a gala ser una de las mayores fuerzas de la perfumería independiente en Europa, con marca de lujo propia que atiende por su nombre y una fabulosa tienda-estudio en los soportales del Palais-Royal de París.
“Jamás comprometería mi visión por crecer más. Escucho a mis clientes, entiendo lo que les gusta y estimula, pero no voy a ir en contra de mi criterio por satisfacerlos. En ese sentido, mi práctica está en las antípodas de las grandes corporaciones del sector”, expone. Por eso tampoco se considera empresario, al menos no uno de verdad: “Para mí, la libertad creativa lo significa todo; es mi música, a cualquier precio”. De ese férreo talante independiente da cuenta su última idea/creación, un perfume que encapsula la esencia de Jogging, la tienda-concepto y espacio cultural con mayor pedigrí de Marsella, a petición de sus propietarios, el matrimonio formado por el fotógrafo Olivier Amsellem y la actriz Charlotte Brunet.
Hay que verlo así: una pareja trapera, en la Corniche al amanecer, indolente sobre una motocicleta Honda Dax; él, con pantalón chandalero y camisa satinada, desabotonada hasta el pecho para exhibir una cadena de eslabones de oro o quizá el colgante con forma de grano de café de Cartier; ella, una belleza mediterránea, con top de biquini y minifalda. De fondo, el altavoz del móvil escupe las rimas de IAM, el legendario combo hip hop marsellés. “Es una imagen muy cool, un poco Adidas, un poco versión moderna de French Connection, que es con lo que identifico la enseña, el francés Gildas Loaëc y el japonés Masaya Kuroki.
“En cuanto algún grupo inversor me viene con el cuento, le callo la boca. Jamás podría sentarme con ejecutivos grises que solo piensan en números”
“Se trata de establecer un diálogo del que resulte una energía interesante, que aporte algo nuevo a la mesa. Yo lo llamo solución cultural”, refiere el perfumista. Desde entonces, le llueven las ofertas de trabajo. “Me llegan muchas propuestas para involucrarme en proyectos de terceros, pero no todas me inspiran. Tengo la posibilidad de hacer algo con Moncler, una fragancia de marihuana, pero el director artístico es el mismo que el de Palm Angels [Francesco Ragazzi] y no podría trabajar con él porque me parece un oportunista y un hortera. Dom Pérignon también me pidió una esencia de champán, pero, vamos a ver, ¿quién quiere oler a vino espumoso, a borracho de la fiesta? No, hombre, no”, cuenta.
Por descontado, los gigantes de la cosmética y perfumería también le rondan. Él se resiste: “Hay que tener mucho músculo para no dejarse engullir. Yo, en cuanto algún financiero o grupo inversor me viene con el cuento, le callo la boca. Jamás podría sentarme en una de esas salas de juntas, rodeado de ejecutivos grises que solo piensan en números. El corporativismo es el infierno”.
Sobre James Heeley corre la leyenda de que es un lobo solitario entre los profesionales del perfume, un nariz autodidacta, mito que él mismo ha contribuido en cierta manera a alimentar. Ahora admite que no es cierto, o no del todo: “No he estudiado en escuela alguna. Ni poseo título de químico, hoy imprescindible para trabajar en cualquier empresa perfumera, ni me han entrenado en Givaudan [la multinacional suiza líder en el mercado de aromas y sabores global], pero reconozco que tampoco me he formado yo solo: he tenido maestros que me han enseñado, han sido otros narices quienes me han señalado las fórmulas, los ingredientes, lo que funciona y lo que no. Nadie nace sabiendo, pero para eso está la voluntad de querer aprender”.
La cuestión es cómo acabó un estudiante de Filosofía (en el King’s College de Londres) convertido en visionario de fragancias. “La filosofía me abrió la mente y me proporcionó el criterio para cuestionar la verdad. Al llegar a París, supe que mi camino pasaba por seguir mi instinto y escuchar a mi alma, y eso me condujo al perfume. A mi padre le hubiera encantado que me convirtiera en fiscal, y yo de hecho no quería decepcionarlo, pero uno no puede ser otra cosa más que lo que es”, cuenta. “También es verdad que siempre he sido de espíritu rebelde. La gente tiene derecho a ser una cosa hoy y otra mañana, sin encasillarnos todo el rato”. Justo lo contrario que ocurre con los aromas. “Un perfume debe pasar la prueba del tiempo”, concluye. “Si te aburres de él al cabo de un año, no es un buen perfume”
Publicado en El País Semanal – Julio 2024, por Rafa Rodríguez